viernes, 11 de septiembre de 2009

Perro muerto.

Se murió mi perro. Mi perro del teatro, el de las pastorelas, el que conocí en el Usigli. Se murió y lloré como histérica, no podía dejar de ver su cuerpo a los pies de mi cama. No pude tocarlo siquiera.
¿Lo oí respirar? ¿Escuché su corazón latir? No lo sé. Llame al veterinario, lo llevamos enseguida al hospital. Cuando el doctor entró ya presentaba rigor mortis.
Me senté en la cama después de regresar de la clínica. No lo pude ver a los ojos, no me pude acercar, no me despedí en paz. Me senté y no podía ver su collar, ni siquiera voletar a los pies de la cama. Me acosté, me tape, seguí llorando, seguí pataleando hasta que el collar cayó bajo la cama. Ha pasado más de un mes y no lo he podido levantar, no soy capaz.
Aún llego en las noches, en las tardes, en las mañanas, esperando verlo en la puerta, en el sillón dormido, en las escaleras. No acepto su muerte, no me pudo abandonar así, como si nada, como si la vida siguiera después de que se va alguien...

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